Parece ser que de tanto escribir a unos y a otros, alguien debió pensar que que la única manera de que les dejara en paz, era publicandome algo, siendo los primeros en ceder a mi persistencia los de la revista RONDA IBERIA, que sacaron este artículo en el mes de agosto. Ahí os lo dejo, espero que os guste:
Las medallas del equipo español: 1 oro y 1 bronce. ¡Ole!
ESQUIANDO EN LOS BALCANES
Ahí estaba yo,primero de enero, en un aeropuerto perdido
del centro de Europa, frente a una avioneta en la que (no se muy bien cómo)
deberíamos entrar 19 bosnios (con el correspondiente tamaño de “armario
empotrado”) todos mis enseres para sobrevivir 6 meses, entre los que se
encontraba mi equipo de esquí, y yo; todo esto en medio de una perfecta
tormenta de nieve. “No se preocupe”
dijo el piloto “yo les pongo el concierto
de año nuevo y ya verá que bien volamos a Sarajevo”. Sonreí ante el
surrealismo de la situación y pensé que ese iba a ser un buen año.
Escuchando a la Filarmónica de
Viena aterrizamos en Sarajevo y su invierno, que cerca la ciudad de la que
nadie sale hasta primavera debido al mal tiempo y el estado de las carreteras; periodo
en el que sus gentes solo pueden hacer una cosa: ESQUIAR.
El equipo español antes de bajar por donde ya lo hicieron nuestros olímpicos en las Olimpiadas de Sarajevo
Y así transcurrió mi invierno
entre Jahorina (la estación bosnio-serbia) y Bjelasnica (en la zona bosniaca), hasta
que llegó la primavera, el poco cuidado de las estaciones hizo que esquiar se
convirtiera en una tortura para las tablas, pero aún quedaba el “acontecimiento
social” por excelencia del año: ¡La Carrera de Fin de Temporada en Jahorina!.
Allí fuimos un grupo de españoles como únicos representantes de la comunidad
internacional, dispuestos a pasar un buen día y si era posible, ganar alguna
medalla. La carrera resultó ser una fiesta entre amigos, con brindis antes y
después de los descensos, trampas que todos reían mientras que uno de los
organizadores las retransmitía a gritos con un megáfono, rifas y fiesta con
carnes, quesos, rakia, cerveza y por supuesto, no podía faltar el cava español
que había heredado de unos militares españoles que terminaron su misión y que
reservaba para una ocasión especial.
Fue un gran día, pero una de las
cosas que más me gustaron, fue cuando en medio de la fiesta se me acercaron dos
borrachos, abrazados y cantando canciones imposibles de entender, se
presentaron “aquí mi amigo es serbio, y
yo musulmán ¿Y sabes qué? en la montaña todos somos hermanos y no hay luchas.
Así es la montaña y así somos los que en ella vivimos. Debería ser igual en
todo nuestro país” alzaron los vasos de rakia mientras yo hacia lo mismo
con el cava y brindamos: ¡POR LA PAZ!
Curiosamente
esa pregunta nunca me la ha hecho en un bar, un borracho conocido (que no
alcohólico anónimo) para ligar conmigo, siempre ha sido de viaje.
La
última vez fue en el aeropuerto de Argel, tras aterrizar en “Alger La
Blanch”,
en un 3-20 en el que sólo íbamos 10 mujeres, la mitad cubanas (imagino
que dirigían a los campamentos de refugiados de Tindouf) y la otra mitad
la
componíamos la tripulación, una monja, que todavía me pregunto a qué iba
y yo.
Alger La Blanche
En
la cola de Pasaportes un hombre de más de cincuenta años intentó evitar el
aburrimiento entablando una conversación conmigo:
-“¿Qué eres, de
REPSOL?”
Candidato necesita asesor de imagen ¿con gafas?
Me
habían hecho mil veces esa pregunta desde que comencé los trámites del visado
en un momento tan oportuno como el previo a unas elecciones en un país de
dudosa democracia y justo cuando a Doña Cristina le había dado por quedarse con
YPF.
-“¡Uy no! ¡Que va!
Vengo de viaje.”
Contesté
con una sonrisa como si de Disney Landia se tratase. Inmediatamente frunció el
ceño, miró al techo (seguramente acordándome de mis padres o de su hija) ya
sabía lo que me iba a decir… lo que más de una vez me han preguntado mosqueado,
hombres que lejos de ligar conmigo, les enfadaba casi sin conocerme, y
soltó la mítica frase entre gruñidos:
-“¡¡¡Se puede saber
que hace una chica como tu en un sitio como este!!!”
No
me dejó contestar, tomó la postura de padre responsable y continuó con su
bronca y aspavientos, dándome su tarjeta, preguntándome si tenía la dirección y
el teléfono de la Embajada de España y ofreciéndose para llevarme a donde
quiera que tuviera que ir, porque según él: “¿Cómo me iba a dejar ahí sola?”.
Al final, le convencí de que no pasaba nada, que llegarían a por mí, y que si
no, ya me las arreglaría.
Refunfuñando
ante la posibilidad de tener que ocuparse de una joven inconsciente como
yo, en el caso de que me metiera en líos, aceptó dejarme sola, no sin antes decirme quien era el
jefe de tierra de IBERIA, por si tenía problemas.
Yo
no se como lo hago, pero más de una vez me he encontrado con este tipo de
hombres en mis viajes, todos tienen el mismo perfil: más de 50 años, formados,
responsables y con una hija en alguna parte del mundo “civilizado” a la que no
les gustaría ver sola en algún aeropuerto o estación de África. Siempre se
enfadan conmigo antes de conocerme, y yo, la verdad, lo agradezco.
Este
hombre de Argel, al que por cierto, no necesité volver a llamar, me recordó a
un oficial de Canadá al que conocí en el aeropuerto de Douala al que llegué con
demasiadas cajas de leche en polvo para un orfanato. Cuando vi que no había
nadie que viniera a por mi, las junté y me senté encima de ellas y me puse a leer
mientras esperaba a… “alguien”, no se muy bien a quien, me habían dicho en Madrid que alguien aparecería.
Entonces
se me acercó, serio, firme y se presentó como el “Capitán Smith” (yo en mi pavo
particular, me acordé del Capitán Smith de Pocahontas) e inmediatamente la
pregunta:
-“¿Se puede saber que
hace una chica como tú en un sitio como este?”
Yo
le contesté que estaba esperando al contacto que teníamos aquí para que me
llevara a un pueblo (que debo confesar, ni sabía donde estaba) para dejar las
cajas de leche en polvo. Al hombre se le encendieron los ojos:
-“¿Pero tu sabes donde
estás?”
-“Si claro, en Douala…
¡Ay no me diga que me he equivocado de avión y estoy en Yaundé!”
Carreteras de Camerún
El
pobre Capitán Smith no apreció mi broma y siguió refunfuñando, con menos
aspavientos que el español de Argel, pero con la misma cara de preocupación.
Hasta que sin que yo dijera nada, me ordenó que cogiera mis cajas (no se muy
bien cómo, pues el espectáculo que había dado al trasladarlas desde la cinta de
equipaje había provocado la risa de más de uno), y me fuera con él, que conocía
el sitio y que no pensaba dejarme sola ahí. Yo se lo agradecí de nuevo, pero me
negué, este hombre parecía buena gente y preocupado, pero tampoco sabía nada de
él, y la verdad… es que yo en los aeropuertos siempre me siento como en casa.
Así que nos despedimos, no sin antes anotar su teléfono y jurarle como así me
hizo hacer, que le llamara ante cualquier problema y si no los tenía, cuando
estuviera “sana y salva”.
Y
así hice, para decirle que había llegado bien y donde estaba, resultando ser un
orfanato que él conocía y con el que tenía algún proyecto.
Pero
al que siempre recordaré con más cariño, fue al que más enfadamos (dos amigas
mías colombianas y yo). Aquel jubilado marroquí que había sido intérprete en
Naciones Unidas si que nos salvó de un buen susto.
Al mal tiempo... ¡carcajada!
Estábamos
en la estación de trenes de Fez, a media noche salíamos para Tánger, y dado que
viajábamos de "mochileras" con poco dinero, habíamos tomado la “sucia” costumbre
(digo sucia porque no vimos una ducha en varios días y nuestro olor era
bastante… asqueroso) de viajar de noche para no pagar hotel.
Nos
subimos en primera y mientras buscábamos nuestro compartimento, nos íbamos
inquietando; ahí sólo había hombres que se quitaban las camisetas y gritaban a nuestro paso como diciendo:
“¡CHICOS! ¡CARNE FRESCA!” mirándonos con ojos un tanto lujuriosos. Nosotras,
intentando quitarle hierro al asunto nos decíamos que con la peste que traíamos
no habría valiente que se nos acercase (a pesar de que la más viajada de nosotras estaba más elegante que salida de una boutique de París). Por fin entramos en el compartimento, ¡no
había nadie! Menos mal. Y mientras colocábamos las cosas se abrió la puerta y
vimos a un hombre canoso:
“¿¿¿¡¡¡
SE PUEDE SABER QUE HACEN 3 CHICAS COMO VOSOTRAS EN UN SITIO COMO ESTE!!!???;
¡¡¡ ME HABEIS FASTIDIADO EL VIAJE!!!”
Yo
le intenté explicar que éramos unas viajeras que… no hubo manera, me
interrumpió a gritos, no quería escucharme, su sitio era el de la ventana, pero
nos ordenó que nos pusiéramos ahí, lejos de la puerta, que él ya vigilaba.
Entonces se volvió a abrir esta, dándole en las narices y un hombre joven entró
con una sonrisa pensando que le había tocado la lotería. No le dio tiempo a decirnos ninguna guarrada cuando el jubilado cerró la puerta de golpe detrás de él, y
le empezó a gritar. Yo no entendía nada, pero deduzco que era algo así como:
“Tu te sientas ahí, frente a mi. Y como se te ocurra moverte, te corto el
cuello ¿entendido? ¡no te voy a quitar el ojo de encima!”
El
chico joven se sentó, callado y serio "acongojaito" estaba, ni movió un músculo en todo el viaje,
ante la severa mirada de aquel hombre al que bautizamos como “santo protector”.
Que pasó todo el viaje sin dormir, aguantando nuestros olores y vigilando al
“figura” que tenía delante para que no se sobrepasara con nosotras.
Cuando
llegamos a Tánger ni se despidió, seguía enfadado. Cerró la puerta de golpe
mientras gritaba: “¡¡¡ESTO NO SE LE HACE A UN PADRE!!!”
Yo
creo que con los años, encontraré menos caballeros a los que enfade por
encontrarse a una “chiquilla” sola en un sitio que ellos consideran que no
debería estar, o puede que esto sea ya algo que me pase siempre en mis viajes
de ahora en adelante, y siempre me encuentre alguno.
Pero
lo que si es cierto, es que yo, agradezco todos estos enfados y preocupaciones,
pues si bien es verdad que a veces me parecen excesivos, otras muchas no lo son
y además, recuperan la “esencia de viajar” en este mundo tan contaminado por el
turismo.
“Alas de la Esperanza” si, ¡cuando sea! “Alas de la Sonrisa”… no me veía capaz, pero había decidido que quería hacerlo, quería participar en esa jornada en Ocaña en que acompañaríamos a unos niños a montar en globo, a ver si conseguíamos que, al menos por un día, tanto ellos como sus familiares olvidaran “el problema”, haciendo una de las cosas mas bonitas que se pueden hacer: VOLAR.
Pero nada mas llegar y ver a los niños con sus familias, me eché para atrás, había tristes recuerdos que volvían a mi mente y… no podía. Así que en cuanto alguien pidió ayuda para volver a los coches para coger unas gorras, lo vi claro, “¡me voy!”
Abrí mi maletero y mientras sacábamos las cajas se cayeron unos calcetines sucios del fin de semana anterior, me había ido con un amigo a subir una montaña después de todo el verano sin entrenar. ¡Gran idea la mía! Había sido tan inconsciente y bruta de no dudar cuando me propuso la ascensión, y claro está que la falta de preparación se notó y llegado un momento, me senté en una roca y dije que no podía más.
Momento "NO PUEDO MÁS"
Juraría que me atizó con un palo, aunque estaba tan cansada que ni me acuerdo, mientras me decía que le diera al botón.
“¿¿¿¿PERO DE QUÉ “BOTÓN” ME HABLAS????”
Él me explicó que hay veces en la vida que no podemos más, como me pasaba a mi en ese momento, pero que todos tenemos un botón de… “un par de h&%*@#” (si me permiten la expresión). Esos mismos que echamos a la vida cuando creemos que no podemos, pero tenemos que seguir. Así que ya estaba dándole al botón para seguir subiendo, porque él no pensaba llegar si no era conmigo. Así que, le hice caso, y le di al botón.
Trás darle al botón de "un par de h&%*@#", LO CONSEGUIMOS
Entonces, mientras recogía los calcetines y pensaba en esto, se me cayó la cara de vergüenza ¿Quién era yo para decir que no podía cuando esos niños y esas familias están dando todos los días al DICHOSO BOTÓN?
Así que agarré las cajas, me di media vuelta y volví para pasar una de las tardes más bonitas de otoño que uno pueda imaginar, riendo, jugando, contando chistes, respirando un aire demasiado movido como para volar, cosa que no conseguimos, pero lo suficientemente limpio y cálido como para disfrutarlo.
Cuando me di cuenta nos estábamos despidiendo, ya había terminado la tarde, ¡Que gran tarde! Aún me pregunto por qué nos dieron las gracias, cuando las agradecidas éramos nosotras por tener la suerte de compartir un rato con los mejores y más duros montañeros que nadie puede imaginar. GRACIAS.